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S a c r i s t í a |
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A un
costado de la Capilla del
Santísimo se encuentra la
Sacristía. Debido a
que aquí es donde los Sacerdotes
se preparan externa y
espiritualmente para la Santa
Misa, normalmente no es un
espacio abierto al público.
En
la pared del fondo de la
Sacristía se encuentran tres
bellos íconos, entre los que
sobresale uno de la Santísima
Virgen en su advocación de la
Ternura.
Afuera
de la Sacristía encontramos un
amplio patio con una fuente de
cantera y una escultura de San
Francisco de Asís, con el lobo de
Gubbio a sus pies.
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San
Francisco y el lobo
de Gubbio
(Florecillas de San
Francisco, Capítulo XXI)
En el tiempo en que San Francisco
moraba en la ciudad de Gubbio,
apareció en la comarca un
grandísimo lobo, terrible y
feroz, que no sólo devoraba los
animales, sino también a los
hombres; hasta el punto de que
tenía aterrorizados a todos los
habitantes, porque muchas veces
se acercaba a la ciudad. Todos
iban armados cuando salían de la
ciudad, como si fueran a la
guerra; y aun así, quien topaba
con él estando solo no podía
defenderse. Era tal el terror,
que nadie se aventuraba a salir
de la ciudad.
San Francisco, movido a
compasión de la gente del
pueblo, quiso salir a enfrentarse
con el lobo, desatendiendo los
consejos de los habitantes, que
querían a todo trance
disuadirle. Y, haciendo la señal
de la cruz, salió fuera del
pueblo con sus compañeros,
puesta en Dios toda su confianza.
Como los compañeros vacilaran en
seguir adelante, San Francisco se
encaminó resueltamente hacia el
lugar donde estaba el lobo.
Cuando he aquí que, a la vista
de muchos de los habitantes, que
habían seguido en gran número
para ver este milagro, el lobo
avanzó al encuentro de San
Francisco con la boca abierta;
acercándose a él, San Francisco
le hizo la señal de la cruz, lo
llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo
te mando, de parte de Cristo, que
no hagas daño ni a mí ni a
nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó
la cruz San Francisco, el
terrible lobo cerró la boca,
dejó de correr y, obedeciendo la
orden, se acercó mansamente,
como un cordero, y se echó a los
pies de San Francisco. Entonces,
San Francisco le habló en estos
términos:
-- Hermano lobo, tú estás
haciendo daño en esta comarca,
has causado grandísimos males,
maltratando y matando las
criaturas de Dios sin su permiso;
y no te has contentado con matar
y devorar las bestias, sino que
has tenido el atrevimiento de dar
muerte y causar daño a los
hombres, hechos a imagen de Dios.
Por todo ello has merecido la
horca como ladrón y homicida
malvado. Toda la gente grita y
murmura contra ti y toda la
ciudad es enemiga tuya. Pero yo
quiero, hermano lobo, hacer las
paces entre tu y ellos, de manera
que tú no les ofendas en
adelante, y ellos te perdonen
toda ofensa pasada, y dejen de
perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con
el movimiento del cuerpo, de la
cola y de las orejas y bajando la
cabeza, manifestaba aceptar y
querer cumplir lo que decía San
Francisco. Díjole entonces San
Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que
estás de acuerdo en sellar y
mantener esta paz, yo te prometo
hacer que la gente de la ciudad
te proporcione continuamente lo
que necesitas mientras vivas, de
modo que no pases ya hambre;
porque sé muy bien que por
hambre has hecho el mal que has
hecho. Pero, una vez que yo te
haya conseguido este favor,
quiero, hermano lobo, que tú me
prometas que no harás daño ya a
ningún hombre del mundo y a
ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza,
dio a entender claramente que lo
prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me
des fe de esta promesa, para que
yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano
para recibir la fe, y el lobo
levantó la pata delantera y la
puso mansamente sobre la mano de
San Francisco, dándole la señal
de fe que le pedía. Luego le
dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en
nombre de Jesucristo, que vengas
ahora conmigo sin temor alguno;
vamos a concluir esta paz en el
nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con
él como manso cordero, en medio
del asombro de los habitantes.
Corrió rápidamente la noticia
por toda la ciudad; y todos,
grandes y pequeños, hombres y
mujeres, jóvenes y viejos,
fueron acudiendo a la plaza para
ver el lobo con San Francisco.
Cuando todo el pueblo se hubo
reunido, San Francisco se
levantó y les predicó,
diciéndoles, entre otras cosas,
cómo Dios permite tales
calamidades por causa de los
pecados; y que es mucho más de
temer el fuego del infierno, que
ha de durar eternamente para los
condenados, que no la ferocidad
de un lobo, que sólo puede matar
el cuerpo; y si la boca de un
pequeño animal infunde tanto
miedo y terror a tanta gente,
cuánto más de temer no será la
boca del infierno. «Volveos,
pues, a Dios, carísimos, y haced
penitencia de vuestros pecados, y
Dios os librará del lobo al
presente y del fuego infernal en
el futuro.»
Terminado el sermón, dijo San
Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el
hermano lobo, que está aquí
ante vosotros, me ha prometido y
dado su fe de hacer paces con
vosotros y de no dañaros en
adelante en cosa alguna si
vosotros os comprometéis a darle
cada día lo que necesita. Yo
salgo fiador por él de que
cumplirá fielmente por su parte
el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una
voz, prometió alimentarlo
continuamente. Y San Francisco
dijo al lobo delante de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me
prometes cumplir para con ellos
el acuerdo de paz, es decir, que
no harás daño ni a los hombres,
ni a los animales, ni a criatura
alguna?
El lobo se arrodilló y bajó la
cabeza, manifestando con gestos
mansos del cuerpo, de la cola y
de las orejas, en la forma que
podía, su voluntad de cumplir
todas las condiciones del
acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así
como me has dado fe de esta
promesa fuera de las puertas de
la ciudad, vuelvas ahora a darme
fe delante de todo el pueblo de
que yo no quedaré engañado en
la palabra que he dado en nombre
tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la
pata derecha, la puso en la mano
de San Francisco. Este acto y los
otros que se han referido
produjeron tanta admiración y
alegría en todo el pueblo, así
por a devoción del Santo como
por la novedad del milagro y por
la paz con el lobo, que todos
comenzaron a clamar al cielo,
alabando y bendiciendo a Dios por
haberles enviado a San Francisco,
el cual, por sus méritos, los
había librado de la boca de la
bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos
años en Gubbio; entraba
mansamente en las casas de puerta
en puerta, sin causar mal a nadie
y sin recibirlo de ninguno. La
gente lo alimentaba cortésmente,
y, aunque iba así por la ciudad
y por las casas, nunca le
ladraban los perros. Por fin, al
cabo de dos años, el hermano
lobo murió de viejo; los
habitantes lo sintieron mucho, ya
que, al verlo andar tan manso por
la ciudad, les traía a la
memoria la virtud y la santidad
de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén. |
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